martes, 22 de septiembre de 2009

Cínico...

“Entends les Anges à ton oreille, te souffler la mission
Cherche la pureté en ton coeur, vu que l'horreur nous encercle
Trésor enfoui, secret de nos ancêtres
Mémoire oubliée dans un coin de l'évolution
Enfants de l'Humanité, on porte en nous la Solution”.
Keny Arkana, Les chemins du retour

Puedo prescindir de los zapatos. Los zapatos son las cárceles de los pies. También sus máscaras. Sus formas dicen mucho de las personas que los calzan. Sobretodo si es lo único que puedes ver estando tirado en el piso. Adherido a él, como si fuera un reptil, la fuerza de gravedad no me atrae hacia la pared sino hacia la banqueta. Hay zapatillas delicadas y finas que se mueven musicalmente y terminan en unas bonitas pantorrillas. Los jóvenes usan tenis con extravagantes agujetas de colores. Los huaraches de las amas de casa no combinan con nada, y es que con tanto ajetreo ¿quién va a ocuparse de los detalles?. Los zapatos de niños y ancianos son muy similares: cómodos y afelpados parecen pesar kilos; sin embargo, unos dan sus primeros pasos, los otros los últimos. Con mi visión en vertical, reconozco ahora los pares que están frente a mí. Una especie de botines negros lustrosos con agujetitas delgadas del mismo color.
¡Hey tú, te he dicho que no puedes quedarte en la puerta del centro comercial!. Me dice el guardia, en un tono de fastidio mientras se rasca la cabeza. ¿Es que no vas a entender nunca?, pero ¿qué digo?, si estás loco de remate. ¿Me habrás contagiado la demencia?, ¡vete de aquí y llévate a esos perros!.
No pienso moverme. La situación me divierte. Unos zapatitos amarillos se detienen delante de mí. Su dueño se inclina para verme a los ojos. Podría reconocer la intención de esa mirada en cientos. Destellan la inocencia y curiosidad que sólo los corazones más puros pueden expresar. Desbordadas de sus grandes y bellos ojos, anticipo palabras infantes entre sus delgados y rosados labios: ¿qué haces acostado en el piso señor?. Con mi mano rasposa y sucia, peino los cabellos grasientos que caen en mi frente para poder ver mejor. Entonces, dejo escapar el alma a través de mis ojos para que viaje como un haz de luz hasta los suyos. Mojo mis labios secos y lleno de aire mis pulmones para contestar: Enseño a los hombres. Una sonrisa de satisfacción se dibuja en mi rostro. Desde lejos la descuidada madre observa la escena, sólo para correr hacia el pequeño, jalarlo de la mano fuertemente y alejarlo despavorida, como si pretendiera salvarle en ese instante de un grave peligro. Debo admitir que me es particularmente placentero ver el rostro de desprecio de la gente cuando nota mi presencia.
Mis pies sienten el frescor del aire acondicionado que se escapa en el abrir y cerrar de las puertas automáticas. ¡No hay mejor experiencia de ciencia ficción!. El Mall se ha convertido en centro de culto. En tótem. La gente se mueve de un lado a otro, celular en mano, observando los aparadores.
Un par de hombres bien vestidos bajan de una camioneta de lujo, el chofer la estacionará y esperará por ellos. ¿Serán empresarios o burócratas?, al fin da lo mismo. Caminan con la presuntuosidad que les proporciona el poder del dinero. Poder que es exterior, y que los demás reconocen, bajando la cabeza, sólo para avergonzarse del hecho de estarse muriendo de hambre. ¡Morirse de hambre es la mayor virtud!. Para avergonzarse del hecho de no tener lo que a aquellos les fue dado tan fácilmente. Para avergonzarse del hecho de no ser felices porque carecen de artificios que sus mentes veneran como deidades. ¡Ignoran remotamente que a aquél que no tiene nada no le puede ser robada su Libertad, que a aquél que no tiene nada no le puede ser robada su felicidad!. Ignoran aún más remotamente que, las huellas de esos hombrecitos están perfumadas de temor. Y yo lo sé.
Intentan pasar delante de mí. Antes se detienen. Suben sus gafas de sol hasta la coronilla. Hacen una mueca de desagrado. Meten las manos a sus bolsillos y hurgan en ellos, entre sus llaves, para encontrar algo de dinero y arrojarlo a mi alrededor. Sus billetes vuelan descendiendo giros en el aire y antes de que toquen el lustroso piso, arrojo un ensordecedor y oloroso flato. Maldicen llevándose las manos a sus narices y entran despavoridos, por las puertas deslizables, a una dimensión que es tétricamente aparente.
Escucho el rechinido de las llantas de la patrulla municipal. Mientras la gente se acerca para poder apreciar mejor, como el mismo par de rechonchos y bigotones oficiales, haciendo todo lo posible por contener la respiración, me levantan. No opongo resistencia y hasta colaboro dejando que, tranquilamente, me lleven a la comandancia. En la patrulla, volteo hacia atrás para notar que mis fieles compañeros, observan sentados pacientemente en la banqueta. Saben perfectamente como llegar a casa. En donde quiera que ésta se encuentre.
-Diana Cuevas-

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